lunes, 3 de marzo de 2008

El laberinto de la biblioteca de Babel

El origen del mundo

Finalmente y luego de haber recorrido unos dos mil kilómetros por carretera he llegado muy tarde al atardecer de Pushkar: ciudad santa del templo de Brahma. El camino recorrido para llegar a este místico lugar había estado plagado de encuentros con santones y sacerdotes, místicos y ascetas. La carretera había sido una imposibilidad debido al alud de las multitudes que ralentizaba la velocidad del coche en el cual viajaba. Estaba a las puertas del pueblo y aún sentía todavía saltar mi cuerpo con el tumbo del coche. Mi chofer con habilidad de mariposa sorteaba huecos y desperdicios que yacían sobre el camino que me conducía a un mundo impenetrable.

El hotel de lejos se erigía con lozanía sobre este pequeño pueblo y sentía ya el descanso de saber que pronto estaría bajo la ducha y sobre la cama. No hube imaginado que mi desmedida esperanza iba a encontrarse con una habitación tan fría que hube de dormir vestido y, con un cuarto de baños tan inexacto, que me retraía a los recuerdos leídos de un siglo anterior al de mi nacimiento. La regadera vertía agua por doquier pues ella no estaba contenida ni por una cortina ni por una bañera, y el escusado, que estaba excesivamente mojado por el agua de la ducha, no venía con el complemento del papel higiénico, sino con más agua de un incipiente grifo que surgía de la gruesa pared del baño que con sus palanganas de plástico servía para la limpieza escatológica, pues es costumbre de los indios asearse después de sus necesidades de esta manera.

Era escasamente las seis de la mañana cuando me desperté lleno de emoción. Miré por el balcón y veía una bruma que envolvía la montaña y la planicie de este mágico lugar. Salí por la puerta y me encontré a un enjambre de micos que erguidos tenían casi mi altura. El pavor me colmó mis entrañas. Caminé con delicadeza hacia la escalera del lobby. Allí me sentí aliviado. Había sentido lo que sentí en el film Los pájaros cuando al final de filme el protagonista caminaba entre los miles de miles de pájaros que colmaban el sendero y los cielos de Hitchcock. Era el temor de la calma perdida.

El recorrido entre el hotel y el Templo de Brahma eran escasamente diez minutos. Durante mi visita al templo mis pensamientos no tenían sino una sola dirección: llegar al sitio donde se creó el mundo. Allí donde Brama creador del mundo surgió del mundo de los sueños. Finalmente había llegado y solamente se me permitió desde lejos observar el lugar preciso de tan vasto acontecimiento. No era creyente y por tanto a los infieles se les vetaba regocijarse de cerca de tal vista. No por eso me impidió plasmar furtivamente el lugar preciso del despertar del sueño. O eso es el cuento de los cuentos. El laberinto de la biblioteca de Babel.

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