viernes, 22 de febrero de 2008

El olvido de Dios

Pushkar

Convivir en un país donde la pobreza absoluta abunda como racimos de uvas de la Alavesa resulta ser una pesadilla para aquellos agraciados con la sensibilidad de la empatía humana. Yo, quien fui un visitante de paso por la incomprensible India, y que miraba por doquier sin esconder el embarazoso objetivo de mi cámara, que apuntaba sin cesar a objetos y personas mientras recogía la avalancha de imágenes no antes vistas por mí, y, a la misma vez intentaba descifrar el contenido de las mismas, no pude divorciarme de mis sentimientos de culpabilidad que sentí como viajero fugaz, que recoge souvenires para mostrarlos luego como prueba del viaje realizado.

¡Qué tremebundo! Mostrar imágenes de la miseria permanente. ¿Cómo es posible que yo quien creció en un país donde vi acrecentar la pobreza -sin percibirla con claridad en su tiempo- y que conviví muy cerca de ella, y cual la ignoraba a diario, hasta un día que amaneció ante mí lo imposible de ocultar, pueda ser sensible todavía por tal condición humana? Es eso mismo, y más, lo que siento: piedad y tristeza. No siento repulsión (como muchos) ni la aparto de mis pensamientos. Quiero enfrentarla y verla con minuciosidad. Quiero con esto sentir el alivio y no la responsabilidad de tal condición infrahumana. Quizás con esto agote mi pesadilla de la pesadumbre de ver tanta inhumanidad. Porque sueños hay muchos.

Responsabilizo de tal situación inhumana –el pauperismo- a los más poderosos que se enriquecen de la ignorancia de los demás, al someter a una moderna esclavitud a los trabajadores, que no pueden liberarse de sus míseros sueldos. A los políticos de los países desarrollados –como en mi querida España con sus jóvenes políticos neofranquistas que optan por el poder y que reviven espejismos de xenofobia en una población ávida de un pasado medioevo- que con su discurso populista culpabilizan a los emigrantes de contaminar sus países con su leprosa pobreza. Asumo la miseria de la pobreza como la vergüenza de la injusticia del hombre y del olvido de Dios.

Lo incomprensible para mí es que los más pobres sean aún creyentes fervorosos y que expíen sus pecados de la pobreza inclinándose ante el Dios o dioses de sus creencias. El fervor de los creyentes del hinduismo fue finalmente comprensible por mí al despejar el opaco tamiz de ésta antiquísima religión que aún conserva dioses y avatares que los remontan a semejanzas con la mitología griega. Entendí que sus dioses y su dios creador no es el mismo del mundo occidental y del mundo islámico con su monoteísmo. Ellos creen que la vida es un castigo –una apariencia- que conlleva inevitablemente a la liberación de ella y a la misma vez se es una manifestación de Dios. Quizás esto explique la sumisión a la pobreza en un país como la India.

Y mientras tanto sigo sin comprender la insólita fe religiosa de nuestros pobres en Occidente y en el mundo islámico: capaz de vejar a otros en sus propias tierras con sus poderosos ejércitos invasores expoliadores de riquezas y, por otro lado, los invadidos, capaces de inmolarse por Alá. Nuestro mundo de un único Dios es el mundo de lo real (y de la violencia) y el mundo del hinduismo es el mundo de lo incierto (del sueño). Aquí yace la incongruencia entre dos concepciones del mundo.

Y mientras sigo en camino al centro del origen del mundo.

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