“La pequeña Lulú” y el verano de 1961
Little Lulu and the Summer of 1961
Dudo sobre los meses en cuestión. Solo recuerdo que jugaban los Yankees y que la escuela estaba a punto de cerrar para las vacaciones de verano. A pesar de eso llegaba por primera vez a este internado que sería mi casa por los próximos dos años. No hablaba el idioma inglés y por eso (así creo) estaba allí. Recuerdo cuando logré pronunciar la palabra beautiful que mi profesor me felicitó por mi excelencia. A incontables días (el tiempo entonces pasaba lento) me quedé solo en mi habitación que compartía con un compañero y que al irse ocupé la confortable cama de abajo de mi litera. Allí pasaban los días y yo me ocupaba de limpiar lo trastos de la cocina y cortar el césped y de ordenar los utensilios de jardinería y los trineos del próximo invierno. Nunca había visto un trineo de verdad y por tanto me admiré de su mecánica. Estaban fabricados de madera y de metal era el rail de deslizamiento. No imaginaba cómo era la nieve donde se deslizarían.
Me sentaba durante el día a admirar el bello río Hudson desde su ribera. Era un acaudalado río que de lejos divisaba el majestuoso puente Tappan Zee que lo cruzaba de una ribera a la otra. Soñaba que volvería pronto a mi casa pues creía que mi llegada a la escuela sería tan temporal como los compañeros que se habían marchado a sus casas dejándome solo en esta vasta propiedad. Con ellos había visitado la escuela de guerra West Point y empezaba a conocer la música americana de los Everly Brothers, Neil Sedaka, Dee Dee Sharp, Dion y Paul Anka, sin olvidar a Dick Clark con su American Bandstand. Allí disparé por primera vez una arma de fuego: una escopeta de doble cañón. Hasta hoy recuerdo el culatazo y el ensordecedor sonido de un instrumento para dar muerte. Era mi encuentro con la cultura estadounidense a una edad muy temprana que marcó mi vida y los recuerdos de mi juventud.
Ese verano tan único en mi vida transcurrió en completa soledad. El colegio cual llegué con aprensión se quedó solo para mí. Estaba formado por una gran casona de tres pisos donde vivían los niños pequeños, eso quería decir menores de doce años. Luego estaba la casa del medio. Allí vivía yo. Era una pequeña casa de dos pisos que contaba con tres o cuatros habitaciones en cada planta y con una escalera a la entrada y un cuarto de baños compuesto de varias duchas colectivas y dos escusados sin puertas. Más arriba estaba la casa de los mayores. Yo viví en la habitación del fondo justo enfrente de los servicios. Allí transcurrió para mí todo ese verano de 1961 y lo que restaba del año.
Fueron algunos pocos días que un maestro de la escuela se apiadó de mí y me acogió en su casa por un fin de semana donde le ayudé a fabricar su habitación en casa de su madre. Allí comí hamburguesas y Apple Pie. Además ví jugar a los Yankees por la televisión. Creo llegaba pronto el final del verano pues se jugaba la clasificación para el mundial del béisbol profesional. Los Yankees iban a la cabeza. Sonaba con fuerza Dance on Little Girl de Paul Anka, Runaway de Del Shannon y Runaround Sue de Dion. No me gustaba entonces Elvis Presley. Para diciembre aterrizaría Chubby Checker con Let’s Twist Again. Los Beatles no llegarían sino para dentro de dos años.
Luego no volví más y hube de quedarme lo que restaba del verano en mi desolada escuela. Recibía de vez en cuando una que otra visita de padres que venían a prospectar el colegio. A pesar de no hablar inglés no por ello impedía me acercare a ellos. Algunos expresaban gestos de simpatías otros me hacían preguntas inteligibles. Soñaba que sus hijos me harían compañía. Me veía andando con ellos por los jardines y jugando pelota en los campos deportivos del colegio y por las aceras del pueblo y zambulléndonos en río Hudson. Los días pasaban con lentitud y cada día me creaba un mundo interior. Recuerdo viajaba por caminos llenos de arbustos y espinas sigilosas. Algunas de estas sendas me llevaban al margen del agua otras me acercaban a parques y palacetes. De lejos veía el gozo del picnic ajeno. Veía pequeñas velas de colores encendidas siendo apagadas con las fuerza del soplo del cumpleañero. Recipiente cargados de cotufas se repartían a borbotones. Helados y gelatina y la tarta cumpleañera se compartían entre los invitados. Me entristecía no poder participar. Pero mis deseos yacían también en satisfacer mi glotonería.
Disfrutaba de sobremanera el olor de la barbacoa y de los fuegos artificiales y de la piscina. Seguramente era un 4 de julio. No sabía qué decían los niños que jugaban al vaquero y los que se bañaban en la piscina. Una cerca metálica era la división entre ellos y yo. Me sentaba a verlos y me hacía ilusión de tenerles como amigos. Eso no iba a ser posible. Yo era un niño prisionero de una escuela y ellos unos niños aventajados de un país rico. Mi país sufría la instauración de la democracia. Las guerrillas marxista atacaban con fuerza al país. Cuba era la punta de lanza que trató de desembarcar la ideología comunista en mi país. Yo de lejos no vivía tal grado de inquietud: por ahora. Había todavía que esperar por octubre de 1962 para sufrir con todo rigor los efectos de la Guerra Fría. Aunque para esa fecha con trece años cumplidos las incasables prácticas de correr hacia los refugios atómicos y de cómo comportarme una vez llegado el fin del mundo no pasaba de ser más que otro recreo escolar. Esto lo vivía como si fuese un personaje de un filme de ciencia ficción. Me creía un superhéroe que luchaba por la democracia y la libertad. Sin saber a ciencias ciertas el significado de tan complejas y abusadas terminologías.
Mis días transcurrían entre la generosidad del maestro y la de su madre que me gentilmente me permitieron ver a los Yankees por la televisión y mis diarias faenas de jardinería y mis paseos por caminos que se bifurcaban en otros y otros a la vez creando un enjambre de desconocidos nuevos pasajes que mantenían viva mi imaginación. Entretiempo mi reloj acusaba la lentitud del tiempo de la niñez. Era todavía un niño que disfrutaba aunque fuera de lejos ver a través de las ventanas de casas ajenas los dibujos animados de la tele mientras caminaba por las aceras de Nyack hacia la tienda de la esquina, “Corner Store”, me decían los empleados de mi escuela. Allí me alimentaba de nuevos sabores descubriendo los cupcakes y Devil Dogs.
Mis paseo por este pueblo consistía además en visitar la tienda de discos o el 5&10 o el cine que el filme cambiaba cada semana y que la versión vespertina no era la misma que la nocturna. Recibía para entonces 1,05$ por semana como semanario. Con ello lograba comprar un disco de 45 rpm o la entrada al cine o un English Muffin con una Coca Cola. EL cine estaba descartado pues no entendía el idioma inglés. Para suerte mía mi apetencia se decantó en la música pues logré hacerme de una discografía de importancia que luego mi madre decidió tirarlos al pipote de basura justamente cuando tenían valor comercial. Todavía recuerdo sus carátulas y los desgastados surcos blancos de tanto escuchar una y otra vez un mismo lado del 45.
En Woolworth me sentaba en la barra del mostrador de la cafetería o me paseaba por sus anaqueles viendo una variedad de artículos jamás visto por mi. Entre ellos descubrí la venta de calcetines de colores; tanto blancos o rojos, que venían en paquetes de a tres. Allí me debatía en comprarme uno de ellos. El impulso fue más grande que la prudencia y ahora mi mesada tenía más oportunidades para el dispendio. Logré también comprar por escasos cincuenta centavos una pequeña radio que trabajaba sin pila ni electricidad y que se escuchaba solamente por medio de un pequeño auricular, en mi caso, la WABC de Nueva York (solo existía la AM pues la FM estaba todavía a más de diez años de distancia). El filme West Side Story acaba de ser exhibido y con ello los calcetines de Woolworth mantenían la importancia de la moda. Me había comprado unos blancos y unos rojos; cuales lucía sin pudor con mi pantalón vaquero apretado y de un dobladillo alto. Con ello tomaba el aspecto del personaje Tony de los Jets sin ser gringo. Me había enamorado de María de la pandilla latina de los Sharks. Me encontraba entre dos culturas. Era la premonición de mi futuro. Ya había pasado el verano.
En mi habitación los días continuaban pasando y mi cómic “La pequeña Lulú” que había traído conmigo desde mi país fue mi mejor compañero para tan larga espera en soledad. Recuerdo vivamente el personaje Tobi y su club donde "no se admiten mujeres”. Para entonces no tenía todavía a ninguna Lulú que deseara mis encantos. Tobi y Lulú eran unos singulares personajes que a pesar de ser niños con sus ocurrencias divulgaban con humor las complejas relaciones entre hombres y mujeres. Ayer me llegó por correos un ejemplar del año 1958 de “La pequeña Lulú”. Lo he leído con la diligencia del eterno recuerdo. Así cómo esta caseta que vende limonadas que lleva el sugestivo nombre de Toby –sin la i latina como se escribe en español- (a pesar que quien vendía limonadas era Lulú) me puso a mis pies el recuerdo de ese triste y a la vez encantador e imaginativo verano y año de 1961.
Etiquetas: americanismo estadounidense, bahía
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