martes, 15 de enero de 2008

Saliendo de Delhi


Saliendo de Delhi


Muy temprano en una mañana emprendí la carretera que sale desde Delhi rumbo al Rajastán. No sin antes, con mapa y guías turísticas en mano, visualizar el recorrido ya contratado desde hace tres meses. 3.500 kilómetros por carretera esperaban por mí. No imaginaba aún el verdadero significado de tal aventura. Me iba a adentrar al campo, al desierto, a las grandes llanuras y a pequeñas montañas sinuosas, al centro de la creación del universo de Brahma esperaba incluso llegar.

Lo que para mí había sido normal, contratar un vehículo desde mi apartada comodidad de mi escritorio en Madrid, para que me transportara sin sobresaltos y bien refugiado del calor, del frío y del incansable polvo, jamás había pensado en la penosa dificultad del transporte básico que carece la población india. Tal y como lo hacía Octavio Paz, comparaba a la India con mi país, era una manera de aproximarme a vislumbrar el laberinto de la India, lo ineludible, lo siempre visible: la pobreza.

Mientras salía de Delhi, un trayecto por sí mismo, largo –más de una hora para salir de ella- y ruidoso, con bocinas trepidantes sin pausa alguna, vehículos que van y vienen sin ningún orden predecible, frenazos y humos malolientes que envuelven a la ciudad con sus sonidos y llanto gris, una masa de gente que cruza sus calles como aceras, vacas sin dueños que se mueven a sus anchas, dromedarios que llevan carga a cuestas, gente que se apila en vehículos y trenes y que ocupan las aceras como vivienda, me aproximé fugazmente a lo que es la India: es su gente, el “aspecto humano”, como dijo Alberto Moravia, que prevalece sobre el paisaje y su naturaleza, sobre su arquitectura y sus ciudades.

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