“Espejos de metal, enmascarado espejo de caoba que en la bruma de su rojo crepúsculo disfuma ese rostro que mira y es mirado,…” J.L. BorgesLa seducción del reflejo del Yo ante un fondo de cristal, cual uno logra verse a la inversa como los demás lo ven a uno, creando un espejismo de uno mismo o la ilusión del otro Yo, es devastador. ¿Quién es uno? ¿Soy yo quién se refleja efímeramente en el fondo del espejo? ¿Es la imagen que veo y que me ve reconocible para mí cómo mi propio interior? ¿Es reconciliable los sentimientos sobre uno mismo con la imagen que se refleja ante nuestros ojos?
Todas estas preguntas, irremediablemente sin respuestas ciertas, acrecientan las incógnitas, al devolverse nuestro ilusivo Yo ante uno mismo de manera inmediata como imagen intocable, inasible, esa es nuestra imagen reflejada ante un espejo. Está allí mientras permanecemos enfrente de él. No ocupa espacio alguno y lo ocupa todo. Desaparece nuestra imagen ante uno mismo al movernos o darle la espalda, mas, se mantiene en ella y puédase ser visto por uno mismo al multiplicar los espejos que conjugan nuestra imagen, reflejándonos nuestra réplica ante el infinito espacio.
La fotografía con su entrometido instrumento, capaz de plasmar la imagen del Yo reflejada ante la impenetrable lámina, nos permite vernos y descifrarnos al igual que la
Alicia de Lewis Carrol que usó el espejo para leer el poema invertido
Jabberwocky. ¿Pero es posible leernos con comprensión ante el retrato de uno reflejado ante un espejo y reproducido en fotografía?
Me pregunto si soy más real, menos soñado, al verme ante mí mismo, salido del Yo, viéndome en el Otro, ese otro que no soy menos que yo sino la confluencia de taciturnos encuentros y de sueños imparables. Este maravilloso encuentro con lo efímero, lo insustancial, lo vaporoso, el cristal de la cámara lo atrapa en la permanencia de la delusión del tiempo burlándose del sueño del espejo. Y con ello pretendo acariciar la perplejidad de la eternidad.
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